Shoah
Hay una escena estremecedora en el documental Shoah, de Claude Lanzmann, cuando, al recorrer el campo de Birkenau, un anciano señala el banco donde dos jóvenes se besaron y exclama: “Fue aquí”. Ese “aquí”, subrayado con el dedo, es la verdad del testigo que rescata la memoria de las víctimas, de todos aquellos—judíos o no—que murieron en los Läger alemanes. “Fue aquí” es también la verdad de la historia frente al olvido.
A menudo se ha dicho que la memoria es el último baluarte de la libertad, pero también podría afirmarse que es el requisito previo para la justicia. Walter Benjamin llevó esta idea al extremo al formular un axioma ontológico: sin la memoria perfecta de un dios, la justicia sería imposible.
Sin embargo, no hablamos aquí de teología, sino de un libro extraordinario. Su autora, Odette Elina (1910-1991), francesa de origen hebreo y militante comunista, fue arrestada por la Gestapo en 1944 y deportada a Auschwitz. Apenas unos años después, en 1948, publicó un texto breve que impresionó a Albert Camus. En Sin flores ni coronas, Elina, apodada la “dandy de Birkenau” por sus calcetas verdes y sus botines afilados, traza un conjunto de estampas sobre la vida cotidiana en aquel campo de exterminio. Lo hace con una prosa sencilla, alejada de retórica, como quien dibuja una escena al natural.
Su testimonio estremece precisamente porque no trata de explicar nada, sino de dar voz a quienes perecieron en silencio. Está, por ejemplo, la historia de Marc, un bebé escuálido cuyos grandes ojos tristes se preguntaban por qué no le daban de comer. O la de Anka, una niña de siete años que murió en sus brazos y a la que nadie quiso llevar hasta el montón de cadáveres. O aquel domingo de mayo en que reunieron a cien mujeres para conducir hasta el basurero cien carritos de bebé.
“Los había de todo tipo —escribe—. Grandes, bajos, viejos, modernos, bonitos, pobres. Pero aún conservaban la tibieza de los bebés que habían cobijado, bebés que acababan de ser quemados. Las almohadas guardaban la forma de sus pequeños cráneos y aquí y allá colgaba un gorro, una manta bordada, un babero. Cien mujeres temblaron de horror al contacto con algo que siempre, por encima de cualquier cosa, es suave. Cien mujeres tocaron el fondo del desamparo y de la desesperación.”
En otra escena, dedicada al pequeño Olek, Elina describe cómo lo desvistió, lo acostó, le dio su sopa y él se la tomó sin rechistar. Después, se aferró a su cuello y la besó. “Hacía un año que había olvidado lo que era la ternura. En un minuto, compensó todas mis penas”, confiesa.
Cuenta Lévinas que fue la alegría de un perrito saludando cada mañana a los presos lo que, en medio del horror, les recordaba que la humanidad no había desaparecido. Para Elina, bastó el beso de un niño o la sonrisa de una amiga. Eran rastros de luz en la medianoche de la historia.