En barbecho
Hay pueblos en barbecho, lugares que casi han dejado de existir. En 2001 llegué a una aldea asturiana habitada por un matrimonio de ochenta años. Vivían en una antigua mansión de indianos, un palacete de montaña del que ocupaban la planta baja. Al verme por las calles solitarias -mis amigos, una pareja de médicos, habían vuelto a Santander- me invitaron a entrar y a tomar un café. Tenían una cocina alargada, ancha, enorme, con ventanales en dos de las paredes y una vista que abarcaba el valle.
“Aquí no hay nadie –me dijeron–. Cuando llega el verano se acerca algún vecino de la ciudad, mira el pueblo, busca la casa de sus abuelos, el prado en el que jugó de niño y luego, aburrido, se marcha”.
En la cocina había un televisor, una radio diminuta, un gramófono, ocho sillas, dos mesas, un molinillo y un paquete de galletas. Yo les dejaba hablar. Me gustaba escucharlos y, en realidad, tampoco tenía prisa.
“De noche –decían– apartamos los muebles de la cocina, damos cuerda al gramófono y bailamos un fox-trot o un tango que ya no se sostiene. Si hace bueno y sopla leve el viento, abrimos las ventanas para que la música recorra el valle hasta llegar a nuestros vecinos del Picu. Hemos comprobado que a los búhos les gusta el tango y a los lobos el fox. Aunque ahora apenas queden lobos, gracias a Dios”.
Me hablaron de asuntos que ya no interesan a nadie, pero yo agradecía estar con ellos. Vislumbraba una gran soledad detrás de su alegría, pero quién sabe, quizás la soledad fuera mía. Ya no recuerdo sus rostros, ni su aspecto, pero sí sus palabras, que anoté minuciosamente en un cuaderno, y la belleza esbelta de la casa. ¿Dónde se oculta el tiempo, me pregunto, cuando nos abandona y deja paso a la muerte? Las palabras no pueden rescatar la vida, ni siquiera recuperar el pasado más allá de sus sombras. Eso nos enseñó Virgilio.
Por la noche, al llegar al refugio en la montaña, salí a pasear de nuevo. Un matrimonio preparaba la cena para sus hijos. Los recuerdo, eran dos. Había otro niño, alemán, con su padre. Vestía siempre de scout. Caminamos juntos una semana, hasta que nos despedimos, ya en Galicia. ¿Cuántos años tendrán ahora? Nunca sabrán que lo que ellos han olvidado, yo aún lo conservo.