El silencio que sostiene las palabras
A principios de julio del año 2003, mi amigo Eduardo Jordá publicó una columna que, por muchos motivos, sentí muy cercana. Hace unos días, se la volví a pedir, sabiendo que aquel mundo de ayer sigue siendo el mundo de hoy. El texto de Jordá es estremecedor y excava muy hondo en la condición humana. Yo sabía que no sólo hablaba de lo que hablaba, pero ¿qué es la literatura sino el silencio que sostiene las palabras y con la palabras la vida? Esta tarde le pedí permiso para reproducir sus páginas. Aquí las tienen
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Creo que leí la historia en Tailandia, hace muchos años, una tarde gris y asfixiante en que caían las lluvias del monzón. Era el caso de una pareja de siameses unidos por el pecho, hombre y mujer, que habían llegado a tener 21 hijos juntos. Uno de los siameses, no sé si el hombre o la mujer, se llamaba Chang. El otro se llamaba Eng. Me pareció una historia espantosamente triste. Eran dos monstruos que habían sido obligados por el destino no sólo a compartir los mismos órganos y los mismos huesos, sino a vivir un amor incestuoso que ni siquiera podía llamarse amor. Es cierto que Chang y Eng podían haberse mantenido castos, pero uno comprendía que no lo hiciesen, ya que nadie podía negarles el derecho a pasárselo bien cuando la vida los había tratado tan mal. Hablé de Chang y Eng en un libro, muy de pasada, y su historia me hizo pensar que no había dos enamorados que no fueran, en realidad, una pareja de siameses unidos por el corazón. Si uno abandonaba al otro, el abandonado tendría que cargar durante mucho tiempo, tal vez durante toda la vida, con el cuerpo invisible del otro, con su presencia fantasmal que iría pudriéndose en su memoria. También lo escribí en algún sitio, y estaba muy orgulloso de aquella frase, hasta que años después, leyendo la correspondencia de Flaubert con Louise Colet, descubrí que el escritor francés había tenido la misma idea muchísimos años atrás, en 1846, cuando sólo tenía 25 años. “Dos personas que se aman -le había escrito a su amante Louise Colet- son como hermanos siameses, están unidos uno al otro, dos cuerpos para una sola alma. Pero si uno muere antes que el otro, el que queda deberá arrastrar a remolque el cadáver de su hermano”. Me consolé pensando que había plagiado, sin saberlo, a uno de los escritores que más admiro.
Ahora han muerto dos siamesas iraníes de 29 años, unidas por la cabeza, a las que un equipo médico de Singapur no ha logrado separar después de una complicada operación quirúrgica. He leído que las dos hermanas querían llevar una vida independiente, y que habían decidido operarse a pesar de los riesgos de la operación. Las hermanas decían que querían verse la cara sin necesidad de usar un espejo, y sonreían, y uno se preguntaba cómo demonios podían tener ganas de sonreír. Tenían los ojos grises, de un color muy hermoso, como de un lago al amanecer, y aunque ellas no eran hermosas -¿cómo es posible que lo sean dos hermanas que comparten la cabeza?-, sí que eran hermosas su alegría y sus ganas de salir adelante, a pesar de su mala suerte y de su vida condenada a la monstruosidad. Estoy convencido de que hay unos pocos seres en esta tierra que la salvan cada día gracias a su sacrificio. Su vida es un infierno, pero ellos logran que no lo sea. De alguna forma, esta gente sostiene este mundo, lo protege y evita su destrucción. Ellos logran transformar su sufrimiento en un don que nos pone a salvo de los males que nosotros mismos nos buscamos. Todo lo que nosotros destruimos por estupidez o egoísmo, ellos lo reconstruyen. Todo lo que destrozamos, ellos lo rescatan. Todo lo que abandonamos, ellos lo recuperan. Son los justos que nos salvan de nuestra avaricia y de nuestra inconsciencia. Y siempre que puedo, les doy las gracias por ello.
Se llamaban Laleh y Ladan. En Irán las obligaban a cubrirse con el chador, igual que a todas las mujeres, por temor a que la visión de su cabeza desnuda provocara la lujuria de algún perturbado. Vivieron juntas 29 años, soñando las mismas cosas, sintiendo las mismas cosas, deseando las mismas cosas. Muchas noches, un sueño furtivo se salía de un lóbulo cerebral y se entraba en el otro, así que Laleh veía el mismo cuerpo bello que había surgido de la mente de Ladan, o al revés, Ladan se zambullía en el río de aguas claras que había surgido de la mente de Laleh. ¿Cuántas noches, soñando, corrieron separadas, saltaron separadas, amaron separadas? Pero en la vigilia no había libertad posible y todo volvía a ser como siempre. Tuvieron que compartirlo todo, los autobuses, los asientos, los retretes, las alegrías, los desengaños, el tedio, el amor imposible. Estudiaron Derecho, montaron juntas en bicicleta, aprendieron a conducir un coche. Y un día, a pesar de que era casi imposible, quisieron vivir separadas. Tal vez se conformaban con morir separadas, libres al fin, aunque sólo fuera por un par de minutos.